Si una región se pudiese comparar con un organismo, podría decirse que la sangre y la linfa de Andalucía discurren por su geografía de Este a Oeste, recibiendo los aportes de la tierra a la vez que la fecundan y la nutren, a ella y a sus pueblos. Y manteniendo el paralelismo podría decirse quizás que el corazón de la región se encuentra en la Cordillera Prebética.
Las Sierras de Cazorla, Segura y Las Villas, en Jaén, hasta cuyos trancos (pasos de montaña) y estribaciones trepa el extenso olivar del Sur tapizando de verde ángulos desconocidos en el resto de la Península, componen el órgano desde el que parece desparramarse, por buena parte de la región, ese sistema arterial que suministra el dorado tesoro de las despensas españolas, fina mixtura de fruta y de sol.
En cambio el interior de ese portentoso órgano vital, compartimentado en infinidad de oquedades, cuencas, barrancos sinuosos y abruptos declives de los anchos campos kársticos que quedan al Este, custodia el nacimiento del sistema linfático de Andalucía. Esta es la señorial cuna del Río Grande (Guad-al-quivir), cuyo caudal seguirá aumentando en lugares como Palma del Río, en Córdoba, con las aguas del Genil, hasta formar el brazo fluvial que permea las marismas de Cádiz y de Huelva tras haber regado las fértiles llanuras sevillanas.
El Barranco del Río Borosa es uno de esos botones de muestra que pueden refutar cualquier estereotipo sobre esta tierra. Flanqueado por espectaculares paramentos pétreos, que forman las renombradas Cerradas de Elías y del Puente de la Piedra, fluye bravo este río de montaña que recibe las aguas de varios arroyos caudalosos, como el Arroyo de las Truchas, antes de entregar las suyas al Guadalquivir en el paraje de la Torre del Vinagre.
Después de la ruta que nos ha conducido desde la Piscifactoría hasta el Tranco de los Perros, por Los Villares y La Asomadica, y desde allí hasta el Salto de los Órganos, por los Cintos del Banderillas; los acalorados caminantes quedamos forzosamente traspasados por los susurros y el frescor del cristalino fluido, omnipresente desde las grietas, las marmitas de gigante y las fuentes de piedra como la de la foto, adornada por el culantrillo, hasta las rugientes colas de caballo, los espumosos rápidos y los pacíficos remansos.
Así, el tramo de regreso a la Piscifactoría se convierte en una marcha plácida, terapéutica. Acto seguido aquel otro bálsamo, que espera en la alacena, se nos viene a la cabeza; ya se verá después si se tercia verterlo en unas rebanadas o en unas rodajas.
Carlos G. Salazar
jueves, 2 de junio de 2011
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