Permitidme sólo unas notas acerca de un lugar que, desde la infancia tardía, ha evocado en el que escribe las impresiones y los recuerdos precisos de la primera excursión y, posiblemente, el recuerdo atávico de la seguridad brindada por esa fortaleza prehistórica; impresiones y recuerdos entre los que predomina el desasosiego que produce su desnivelado y pedregoso acceso.
A más de 1.000 metros sobre el nivel del mar, el Torcal de Antequera retiene las últimas brisas marinas en sus tajos, laderas y callejones laberínticos. A lo lejos, en los días de tormenta, las nubes orográficas que se adhieren al lapiaz parece que formasen los estratos inferiores de los cúmulo-nimbos. Y, cuando se camina por la meseta, inquieta recorrer los pasillos ocupados por la neblina, de la que súbitamente surgen apariciones fantasmagóricas.
Para el hombre del Neolítico, el Torcal debió de ser no sólo morada sino también un santuario de tótems incomprensibles, figuras emergidas del fondo marino jurásico para ser modeladas por la erosión, hoy sí lo sabemos. Las cuevas del Toro y de Marinaleda dan fe de la temprana presencia humana, así como los restos fósiles señalan aquellos otros antecedentes geológicos.
Al despejarse los cielos, desde esta atalaya y refugio excepcional se domina un territorio de llanos y humedales con abundante fauna salvaje, incluidas las aves migratorias que se avituallan y descansan en dormitorios como el de la Laguna de Fuente de Piedra, a unos 25 kilómetros al Noroeste.
Por lo que respecta a la historia, los restos de calzada romana del Puerto de la Escaleruela atestiguan la importancia de la encrucijada, entre las provincias del interior y la desembocadura del Guadalhorce y la capital de Málaga, al Sur.
Carlos G. Salazar
miércoles, 18 de mayo de 2011
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